Ramiro Calle: «Le eché un pulso a la muerte por una infección cerebral»
Nació en madrid en 1943. Pionero en las enseñanzas del Yoga en España. Por su centro «Shadak» han pasado decenas de miles de personas. Su gran pasión es la India, país al que ha viajado en más de 200 ocasiones. Muy presente en periódicos, revistas, radio y televisión, como articulista y director de programas. Prolífico autor. Tiene más de 200 libros sobre Yoga y autoayuda. Muchos de ellos, auténticos «bestsellers», como «Memorias de un yogui». El último se titula «En el límite», una conmovedora experiencia sobre su acercamiento a la muerte por una enfermedad que contrae en Sri Lanka, editado por Kailas. A finales de este mes estará también en las librerías una nueva publicación suya: «Enseñanzas para una muerte serena».
El SMS de Luisa Jiménez no deja lugar a dudas: «Jesús, Ramiro se muere. Ven cuanto antes, para que puedas despedirte de él». Dos horas después estoy a la cabecera de su cama en la UCI de La Paz. Una bacteria adquirida en su último viaje a Sri Lanka le ha provocado una infección en el cerebro que desconcierta a los médicos. Le beso en la frente y le digo al oído, muy despacio, muy despacio mientras le agarro la mano, lo mucho que todos le queremos. ¡La falta que nos hace su aliento y su presencia! La cantidad de gente que está elevando plegarias por él en todo el mundo. Pero Ramiro, con el semblante muy lastimado tras una parada cardiorrespiratoria que le ha puesto al borde de la muerte, no da señales de vida. Ninguno podíamos imaginarnos que, apenas dos meses después, volvería a ser otra vez ese ser lleno de vida y más vida que todos conocemos; empeñado en calentar corazones con palabras de carne. En hacer el bien a manos llenas. El pionero de las enseñanas del yoga en España, acababa de volver de ese sitio el que casi nunca se regresa y ya estaba ocupado en un esperanzador proyecto. Sería un relato descarnado y veraz, surgido desde el dolor, pero escrito con el ánimo puesto en la vida que no conoce ocaso. Un libro muy sincero, que desbordara alegría de vivir. Se llamaría «En el límite» y sería la respuesta a la pregunta de toda la vida. Al qué, al cuándo y al por qué.
-¿Cómo fueron aquellas primeras horas de diagnósticos, médicos y hospitales?
-Apenas veía unas sombras. No sabía si era de día o de noche. No lo sabía. Era mi primera experiencia de urgencias sanitarias. Según la doctora Beatriz Barquiel, estoy vivo fundamentalmente por dos poderosas razones: la primera, porque tuve una rápida y correcta asistencia médica y, la segunda, porque mi organismo estaba sano. Era, también, la primera vez que enfermaba. Y porque puse en práctica eso que sirve a todos los enfermos, cualquiera que sea su dolencia: cuidar la alimentación, la respiración, el descanso, el sueño y las actitudes mentales. Las cinco fuentes de energía.
-Ramiro. Hay quien piensa que lo tuyo fue un milagro...
- ¡Eso sostiene mi neurólogo! No me extrañaría nada. Como dice mi amiga Sor Isabel, la abadesa de las Franciscanas Clarisas de Santa Isabel de Valladolid, entre unos y otros revolucionaron a toda la Corte Celestial. ¡La pusieron patas arriba! Me sentí muy conmovido al saber que se habían formado grupos en muy diversos lugares de Europa, de América, de Asia, para enviarme energía y sentimientos elevados. Para meditar y rezar. Una auténtica cadena de oración. Baba Sivananda meditaba en Benarés, mientras mis amigos los monjes budistas de Sri Lanka lo hacían en sus monasterios, los cartujos de Miraflores en Burgos y los monjes de San Benito en los montes de Silos. Estoy persuadido de que todo eso fue muy positivo. ¡Enormemente fecundo! Un soporte de fortaleza y de optimismo de esos que hacen más bien del que tú piensas. Pero sí, hay siempre algo indescriptible, algo que se nos escapa a nosotros que creemos controlarlo todo y no controlamos nada, en esa lucha cruel del cuerpo en su guerra, y en la suya la mente, las emociones, los sentimientos. ¡Todo el ser!
- Vayamos a ese cara a cara con la muerte. Cuéntanos...
-¡Terrible! Un pulso de lo más reñido entre lo que en mis adentros empujaba hacia arriba, hacia la vida, y todo lo que me arrastraba del lado de las tinieblas. Nos sucede a todos: pensamos que quienes se mueren son los otros. Que la muerte es para los demás. Pero no: la muerte es para todos. Es irreparable. Es definitiva. Y es un acto solitario. Pues sí, me he acercado a ella. La he sentido muy cerca. Mis hermanos Pedro Luis y Miguel Ángel, Luisa, mis amigos, todos estaban convencidos de que me esperaba una muerte cierta e inevitable.
-Pero no fue así. ¿Cuáles eran tus pensares y sentires al ir descubriendo lo que te estaba pasando: neumonía, encefalitis, proceso tumoral...?
-Por una parte, como te digo, un sentimiento muy grande de humildad. La constatación de que no somos nada. Y, por otro, el convencimiento de que lo único verdaderamente importante en la vida es acoger, perdonar. Acompañar. ¡Amar! Cuando se siente cerca el final –o eso al menos es lo que yo sentí– lo único que quisiera uno es tener las manos llenas, repletas de actos de bondad. De compasión. Ganas de haber compartido aflicción y angustia. Y alegrías, también. Pero sobre todo confortado mucho. Querido a los demás hasta la extenuación. De esto es de lo que hablo en mi libro. De que importa lo que importa: distinguir entre lo esencial. Dejar a un lado la queja estéril y vivir cada momento como si fuera el primero y el último para ayudar a crecer y hacer el bien.
-¿Cómo fueron aquellas primeras horas de diagnósticos, médicos y hospitales?
-Apenas veía unas sombras. No sabía si era de día o de noche. No lo sabía. Era mi primera experiencia de urgencias sanitarias. Según la doctora Beatriz Barquiel, estoy vivo fundamentalmente por dos poderosas razones: la primera, porque tuve una rápida y correcta asistencia médica y, la segunda, porque mi organismo estaba sano. Era, también, la primera vez que enfermaba. Y porque puse en práctica eso que sirve a todos los enfermos, cualquiera que sea su dolencia: cuidar la alimentación, la respiración, el descanso, el sueño y las actitudes mentales. Las cinco fuentes de energía.
-Ramiro. Hay quien piensa que lo tuyo fue un milagro...
- ¡Eso sostiene mi neurólogo! No me extrañaría nada. Como dice mi amiga Sor Isabel, la abadesa de las Franciscanas Clarisas de Santa Isabel de Valladolid, entre unos y otros revolucionaron a toda la Corte Celestial. ¡La pusieron patas arriba! Me sentí muy conmovido al saber que se habían formado grupos en muy diversos lugares de Europa, de América, de Asia, para enviarme energía y sentimientos elevados. Para meditar y rezar. Una auténtica cadena de oración. Baba Sivananda meditaba en Benarés, mientras mis amigos los monjes budistas de Sri Lanka lo hacían en sus monasterios, los cartujos de Miraflores en Burgos y los monjes de San Benito en los montes de Silos. Estoy persuadido de que todo eso fue muy positivo. ¡Enormemente fecundo! Un soporte de fortaleza y de optimismo de esos que hacen más bien del que tú piensas. Pero sí, hay siempre algo indescriptible, algo que se nos escapa a nosotros que creemos controlarlo todo y no controlamos nada, en esa lucha cruel del cuerpo en su guerra, y en la suya la mente, las emociones, los sentimientos. ¡Todo el ser!
- Vayamos a ese cara a cara con la muerte. Cuéntanos...
-¡Terrible! Un pulso de lo más reñido entre lo que en mis adentros empujaba hacia arriba, hacia la vida, y todo lo que me arrastraba del lado de las tinieblas. Nos sucede a todos: pensamos que quienes se mueren son los otros. Que la muerte es para los demás. Pero no: la muerte es para todos. Es irreparable. Es definitiva. Y es un acto solitario. Pues sí, me he acercado a ella. La he sentido muy cerca. Mis hermanos Pedro Luis y Miguel Ángel, Luisa, mis amigos, todos estaban convencidos de que me esperaba una muerte cierta e inevitable.
-Pero no fue así. ¿Cuáles eran tus pensares y sentires al ir descubriendo lo que te estaba pasando: neumonía, encefalitis, proceso tumoral...?
-Por una parte, como te digo, un sentimiento muy grande de humildad. La constatación de que no somos nada. Y, por otro, el convencimiento de que lo único verdaderamente importante en la vida es acoger, perdonar. Acompañar. ¡Amar! Cuando se siente cerca el final –o eso al menos es lo que yo sentí– lo único que quisiera uno es tener las manos llenas, repletas de actos de bondad. De compasión. Ganas de haber compartido aflicción y angustia. Y alegrías, también. Pero sobre todo confortado mucho. Querido a los demás hasta la extenuación. De esto es de lo que hablo en mi libro. De que importa lo que importa: distinguir entre lo esencial. Dejar a un lado la queja estéril y vivir cada momento como si fuera el primero y el último para ayudar a crecer y hacer el bien.
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